domingo, 11 de mayo de 2008

Amores de pocos minutos II


La solterona de la casa amarilla vivía sola, imaginando historias rosas, cuidando a los jóvenes vecinos pasar con sus novias para descubrirles el amor y sentirse princesa de un cuento lejano. Un cuento donde jamás se incluía, pero, sin embargo, la espiaba desde la página doce, donde habitaba otro vecino solitario, también soñador, pero menos aprensivo, quien atento la vigilaba, esperando el momento adecuado para aparecer "casualmente" y asaltarle el saludo o ayudarle con las compras.
Tanto tiempo pasó la solterona esperando ver llegar al amor en su puerta, cargado de bombones y rosas envueltas con celofán, para cantarle al oído y borrar su amargura; que finalmente cuando su vecino solitario se apareció el primer domingo de enero dando tres toquidos a las dos de la tarde, con su camisa blanca y un brillo nuevo en los ojos, sin bombones ni rosas, estirando hacia ella una taza de porcelana fina, no supo distinguirlo y le dijo que no, que no tenía azúcar para regalarle y además, en aquella casa no se comía pan. Y cerró para siempre su puerta en la nariz de aquel hombre que la hubiera llenado de hijos, y le habría presentado al amor en un cuento, al que ella le habría puesto punto final.

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