viernes, 3 de octubre de 2008

La aventura de bailar el mambo

Dos cosas marcaron el fin de mi pubertad: las piernas de mi prima Paty , y unas clases de baile que tomé por televisión. Llegaba a mis infaustos quince años con la temporada navideña del 64. No fue, como muchos podrían creer,un final abrupto, sino un proceso lento y doloroso que se había iniciado el año anterior, cuando una niña me dejó bailando solo (si a mis movimientos se les podía llamar "pasos de baile"). Un amigo había organizado una posada para celebrar el fin de curso. Gran parte del 2o A, del extinto Colegio Latino Mexicano, fuimos a nuestra primera posada sin piñatas ni tíos que cantaran la letanía para conservar "nuestras tradiciones", la primera en que habría ponche con piquete.
Muchos de mis compañeros asistieron con el traje de gala de la escuela, y aunque algunos se odiaban a muerte y se escupían la torta a la hora del recreo, al verse vestidos igualitos, se sentaron juntos, formando un grupo que se parecía al de la banda de guerra del colegio. Yo tuve la audacia (de la que me arrepentí a lo largo del año siguiente) de ir vestido con un suéter de grecas verdes, como los que usaba César Costa y sus Black jeans. Esa indumentaria rocanrolera, para mi infortunio, atrajo la mirada de una de las niñas que estaba sentada al otro lado del salón. Sergio Larios Santillán (que desde entonces ya era el último de la clase) me señaló a la incauta, y me sonreí con una mueca que más parecía de dolor de muelas que de sorpresa. Era rubia, pecosa, y se peinaba al estilo casco espacial, con ondas y remate achongado. Yo era muy tímido y no sé cómo me atreví a atravesar la pista mirándola con una ceja a media frente. “Quiúbole”, le dije, “me llamo Enrique”. Ella me miró con los ojos técnicamente más coquetos que yo hubiera visto jamás, me tendió la mano y tuve la audacia estúpida de besársela, con lo que el resto de las niñas emitió un largo sonido de saliva pasando entre dientes.
A los quince minutos, cuando ya había cuatro o cinco parejas bailando, invité a la güera a seguirme. Mi falsa personalidad de don Juan se vino abajo con seis pasos de péndulo y un pisotón, la mirada técnicamente coqueta se deshizo en un mohín de dolor, y sólo alcancé a ver una boca abierta con cuatro muelas tapadas con pasta rosa.
“Discúlpame”, me dijo, “me acabo de cansar”.


Sealtiel Alatriste
Días de pinta
Selector 1999
México. Pág. 15
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