jueves, 18 de junio de 2009

Fin de lluvia

Y lloviznaban gotas de silencio…
López Velarde


"…Seguiremos informando sobre este tremendo accidente automovilístico…" Prometía aquel locutor radial. Regina apagó la radio, le molestaba oír malas noticias, además no deseaba atemorizarse en medio de aquella soledad de la cuarta noche de junio.
Buscando una distracción, comenzó a recordar el día cuando conoció a Andrés y la forma suya de convencerla de un noviazgo, con esa presencia tan plena y segura. Y así, segura y un poco presurosa, abordando a las ocho en punto el último tren que llegó a su estación, se casó tres años atrás con aquel hombre mayor y sereno, adicto al trabajo y a las novelas de misterio; fue su boda como en aquellos cuentos leídos cuando era niña donde la novia vestía como princesa de un carnaval. El vestido blanco parecía burlarse de ella desde los encajes y los moños, haciéndole cosquillas entre sus costuras y sus fondos; la gran recepción había sido más un desfile de modas caducas que la celebración de tal descalabro en su vida y Andrés pasó la noche entera entregado a un debate político entre los brindis y algún canapé; aun así, enamorada hasta el agobio, intercambió sortijas y quimeras, al tiempo que escondió temores y manías.
Andrés, por su parte, se casó pensando en una salida fácil a su ya desgastada soltería, pues no quería pasar el resto de su vida lamentando la soledad y sintiéndose vacío en aquel enorme caserón revestido de antigüedades y objetos absurdos heredados de algún lejano tío. Así que al conocer a Regina, sin meditarlo y contagiado de su jovialidad y franqueza, inició su tardía vida marital con aquella fascinante mujer de cabellos negros y mirada de abismo, armoniosa, madura y sin complejos, a quien nunca le dolía la cabeza ni le ruborizaban las fantasías. Ocupada en una de ellas estaba, cuando de pronto la imponente casa quedó en penumbras, pues la luz asistía a un congreso de antiguas utopías mientras el cielo se desahogaba de todas sus congojas; solamente destellaban luces furtivas dotando de vida a los muebles que divertidos jugaban el ajedrez de la muerte. Afuera, el aguacero en turbia sociedad con el viento, azotaba tremendamente haciendo trepidar puertas y ventanas, moviendo plantas y árboles en una danza macabra donde la ficción sonsacaba a la realidad. Aunque luchaba contra ello, Regina comenzó a tiritar desconsolada llena de un pavor inexplicable. Como de costumbre, Andrés había partido al amanecer hacia el trabajo y aún no volvía.
Sentada en sillón de sueños no quería moverse por una lámpara, cualquier movimiento le resultaba innecesario y peligroso, así pues, muda y oscura continuó con su espera…
Tan absorta estaba tratando de convencerse a sí misma de lo inútil de su aprensión, que sin darse cuenta, de pronto sintió a Andrés cerca de ella abrazándola, besando sus palpitantes labios de nieve, infundiéndole una placidez inmediata. Confiada se apretó a su esposo en cálido abrazo, enterrando su cara en el robusto pecho masculino para no ver más los relámpagos que iluminaban el salón, y caprichosos la envolvían reteniéndola en un instante estático e infinito.
Se dejó levantar en sus fuertes brazos, se acurrucó y en silencio fue conducida a la habitación, donde finalmente desaparecería su inquietud y ya no tendría miedo, pues ya no estaba sola.
Como en un reencuentro de amores descarriados, él se portaba más caballero que nunca y menos macho; era su hombre y ya lo comenzaba a sentir bajo sus pantalones. Acunados por la intensa lluvia e iluminados sólo en momentos por la inoportuna luz de los rayos que les dibujaba en la piel tatuajes fantasmales, se entregaron ya sin frenos, a sus cuerpos, a su amor.
Andrés ingresó en su historia como ninguna otra vez en su corto matrimonio, preparó el terreno lento, suavemente, esperando el momento preciso del abandono del miedo y el arribo del placer; abrigó su desnudez con exquisitas caricias de cerezas dulces que Regina desconoció, mientras rememoró y agradeció el salvajismo de los primeros días. Le imprimió sus huellas de león festivo saboreando en cada mordida su carne y sus contornos; besó su espléndida silueta de punta a punta, sin olvidar detalles pares y tesoros nones, midiendo el tiempo justo de sus paradas en cada palmo de piel, en cada descanso obligado de tan sublime anatomía; arrojando a su oreja impúdicas palabras y tempranas despedidas que ella recibió sorprendida, pero extravió bailando en aturdido desfile de mimos y besos, de conjuros y suspiros. Andrés logró de ella, una y otra vez, el festejo arrebatado y desmedido de su entrega; la repetición sucesiva del eterno embeleso; impidiendo así, que ella reparara en aquella impresionante frialdad de su cuerpo; estacionado para siempre en la medianoche de sus ojos brujos, perdido sin remedio en la lluvia de su sexo insaciable.
La mañana la sorprendió nuevamente sola, con sus pardas sábanas húmedas de dulce pena, impregnada de un extraño olor a fresas podridas, con un sabor amargo y una ligera llovizna platicando en su ventana. Desde su letargo lo llamó apremiante, pero al no obtener respuesta, se levantó y, vistiendo solamente su bata, bajó las escaleras esperando encontrarlo en la cocina ya listo para trabajar, como otras veces tomando café, sin embargo, ahí no había rastros de su presencia.
Justo en aquel instante, como un chispazo, Regina recordó la silenciosa llegada de Andrés; la lluvia de algún modo le habría impedido escuchar el coche, la cerradura, los pasos; pero aún así debió haber visto las luces del automóvil por el gran ventanal, frente al que se sentó a esperarlo.
Como en un dejà vu siniestro, sintió de nuevo el frío aliento de su esposo que la había sorprendido sólo por un pequeño instante antes de olvidarlo en sus brazos; corrió entonces hacia la recámara y con espanto notó la ausencia de las ropas de Andrés que ella misma ayudó a tirar, preguntándose hasta ese momento, cómo habría podido evitar empaparse antes de entrar a la casa. Pálida y sorda por el retumbo angustiante en su pecho, bajó de nuevo las escaleras sin notar que su bata había caído; salió a la calle buscando el coche, pero éste tampoco estaba ahí.
Entonces lo encontró: ensopado al pie de su puerta, en el matutino a colores en primera plana y a cuatro columnas, vagabundo de la vida, accidentado en su desventura.
Regina cayó pues sin sentido en un laberinto de mágica locura e imposibles muros, vestida únicamente con los besos de Andrés, cubierta de mar hasta el esqueleto, perdida para siempre en el embrujo de un sueño real...
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8 comentarios:

  1. Impresionante, me ha gustado el ritmo, como ha ido subiendo y el desenlace.

    Te felicito.

    Besos.

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  2. Mmmm dias de lluvia...que lindos son...

    Como siempre salgo de aqui con una sonrisa....que bonito lugar es este....

    Besos

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  3. Esos finales inesperados, wow! me gusta como escribes Flor.

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  4. Al decir adiós a mi sombra me quedé también sin el silencio.

    Besos.

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  5. Estimada Flora, así es, transformers 2 está muuuuy chafa, puedes leer la reseña de Roger Ebert. Mejor gasta tu dinero en otra cosa, en un café o algo así.

    Con respecto a Par/Ten tal vez por ahí lo encuentres todavía.

    Si puedes, échale un ojo a mi otro blog: cesarsilvamarquez; en Juárez puedes conseguir mi novela: Una isla sin mar, ahí hay más información. Espero te animes.

    gracias por los comentarios.

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  6. Extraño leerte...
    Mas con estas lluvias que no me dejan en paz...
    Un beso

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  7. Oie Merenganita, pon la opción "Seguir" en la página principal: Shangó
    Me gusta tu blog.
    Escribe con más frecuencia, besos.

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